Siento tan pesada carga en mi cuerpo
que ni entiendo cómo todavía sigo en pie, pero aquí estoy de
nuevo, plasmando penas en un blanco y sacándolas de mi ser. El
tiempo no me cambia, pero aunque no tenga remedio, nunca pondré fin
a este sentimiento. Es vida.
María lloraba desolada, sin un hombro
en el que descargar sus lágrimas y su alma. Había fracasado, en
todo, y lo peor, ella sabía que así era. Poco a poco su mundo se
venía abajo y ella no había hecho nada por remediarlo, y ahora,
arrepentida, dejaba escapar sus lágrimas con la esperanza de así
ahogar sus penas o de que al menos le diesen tregua. Pobre diablo.
Siempre se había esforzado en ser una
pieza más de este destartalado sistema, pero era demasiado diferente
para ello, y ya había invertido demasiado tiempo en sandeces y
vanalidades, era la hora de actuar. Ella lo sabía, igual que yo hoy
lo sé.
Levantó la cabeza y abrió los ojos.
Es increíble, ¿verdad? Lo
extraordinaria que una mente puede ser. Pero aún más increíble lo
es a veces por ordinaria.
Yo no soy una máquina de escribir. Y,
a decir verdad, espero no serlo jamás. Un escritor no es una máquina
de escribir, o al menos no debería serlo.
Y menos yo. Basta que esperes algo de
mí para que no sea capaz de cumplir. Es así, no puedo explicar el
por qué porque ni yo mismo lo sé, pero es así. No esperes nada por
mi parte y nunca te defraudaré, siempre daré más, pero en el
momento en que esperes algo... huye, huye.
Muchas veces me cuesta cumplir conmigo
mismo, demasiadas, diría, como para cumplir con el resto.
Qué más da, quien me conoce sabe cómo
soy y que no se me puede cambiar, pero también sabe que soy
cristalino como el agua pura.
Se secó las lágrimas, peinó un poco
su alborotada melena con la mano, y se puso en pie. Se prometió no
volver a mancillar sus rosadas mejillas, y se fue.
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