lunes, 17 de abril de 2017

El rayo que no cesa.

Bajo el rayo que no cesa, abrasando mi piel a cada contacto errático con el que me destruyes en un verano de sequía. Mi cuerpo se deshidrata ganando un aspecto desértico, árido en su superficie, deseoso de beber de tu fuente que ya no distingo si es vergel o espejismo.

Recuerdo un invierno frío, resguardándome en cada uno de tus rincones por el placer de descubrir nuevos sentidos. El tiempo descuidaba a Cronos, entregándose a un Kairós que fluye entre la calma y el frenetismo, enloqueciendo voluntariamente. Los copos se derretían al vernos.

No temíamos a la primavera con sus lluvias y florido mayo, sabíamos que la explosión de color que supone no alternaría el equilibrio de nuestra perfecta policromía. El agua que caía sobre nosotros sólo era un complemento superfluo que proporcionaba el dramatismo de la escena, difuminando nuestro perfil para fundirlo en uno.

Pero entonces llegó junio, con sus traicioneros vientos del este arrasando la plenitud que conformábamos, portando una preciosa rosa negra y sus espinas. Me olvidaste por regarla, aun sabiendo que sus púas eran veneno puro que te intoxicaba, embelesada por una belleza efímera y egoísta.

Ahora muero solo y desolado, cargando la piedra de Sísifo en un tropiezo que no tiene final.