domingo, 25 de octubre de 2009

Barco.

Nada entiendo. Veo que navego por aguas turbias, pero no recuerdo haber embarcado. Voy en un barco, sí, de eso no hay duda. De qué otra manera podría ver tantos náufragos suplicando por sus vidas en un remolino de confusas aguas mientras sus gritos de auxilio inundan mis oídos. Pero no seré yo el que me mueva; hace demasiado tiempo que no me mojo por nadie. Ni creo que esperen obtener mi ayuda. Soy demasiado bueno para ellos y ellos lo saben.
Al fin y al cabo, sentando en mi sillón sin hacer nada es como me gusta estar. Pensar en tiempos mejores y huir de las tiranteces de este ufano mundo. Orgulloso había de erguirme yo, tan solo por haber tenido el placer de escuchar la música de Rimsky-Korsakov con una copa de brandy en mi mano, y sin embargo no alardeo de ello. Pero éstos, náufragos indecentes e incultos, no sé qué esperan. Piden ayuda dando voces y sin embargo no son capaces ni de apreciar la buena música.
Y ahí están, retorciéndose e intentando aprovecharse unos de los otros. Empujándose entre ellos tratando de ganar el mejor puesto; y no son capaces de ver que lo que tienen que hacer es luchar por ganar ellos, no por que pierdan los otros.
Escoria humana, basura, rastrera carne podrida. Eso es lo que son, nada más que eso.
Y sigo sin entender que hago aquí, en mi barco, en mi aventura. No veo cuando subí a bordo de esta colosal nave, aunque no me preocupa. Los bucles espacio-temporales a los que me veo sometido últimamente no me dejan discernir lo real de los sueños. Realidad para mí ya no es más que una palabra banal, vacía de todo significado.
Doy un trago a la copa que tengo delante, el último sorbo. Su contenido ya no se interpone entre mis ojos y el mundo, y me siento libre. Estoy de nuevo en el rincón del bar que frecuento, en uno de sus plácidos sillones mientras veo triunfar lo absurdo.
Por cierto, creo recordar que no me he presentado. Mi nombre es Dorian, Dorian Legendre.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Galán de túnica y sombrero de copa.

La Luna iluminaba sus ojos en la noche; ocupaba su mente en el día. Él desaparecía entre las sábanas al amanecer, rendido tras otro fallido intento de cortejo, igual que sucedía cada vez.
Nada lograba disuadirlo de su amor prohibido, por el que tantas lágrimas había derramado, por el que pasaba tantas noches en desvela ansiando su belleza. Sólo se dejaba ver luciendo sus mejores galas y dejándose platear por la luz de su amada en un intento de parecerse a ella aún sabiéndolo imposible.
Y murió de dolor cuando otro caballero llegó para producir el eclipse y ocultar La Luna a sus ojos.