Despierto con sed y una cruda resaca. Desorientado y
confuso, trato de levantarme, pero mi estómago da un vuelco. Mejor esperar.
Un martillo neumático golpea mi cabeza y me aturde, no me
deja pensar con claridad ni recuperar en los cajones de mi memoria los
recuerdos de la noche de ayer, conocer la realidad de mis actos. Sudo tiritando
en una cruel e inapelable ironía mientras escucho la lejana carcajada de mi
cuerpo burlándose de mí, sintiéndome víctima de algún que otro grado de más.
Mente frágil que necesita auxilio.
Me yergo con esfuerzo y camino vacilante, sólo busco
llegar al váter y soltar todo el veneno. Rápido, aunque las sacudidas sean
violentas y me aguarde un amargo sabor. Despierto con la náusea.
Dedico un par de plegarias al paracetamol, digiriéndolas
con el agua fresca que guardo en la nevera. Sálvame de este sufrimiento, pues
sólo en ti confío.
Las turbulencias desaparecen y vuelvo a ver nítido, mi
razón fluye de nuevo recuperándose del fuego que la atormentaba, pero un
inquietante pensamiento me ataca: “¿Y si mi alma nació atormentada y sólo estoy
disfrazando la realidad con una nueva y amigable careta?”. Lloro.