jueves, 20 de octubre de 2016

Paracetamol.

Despierto con sed y una cruda resaca. Desorientado y confuso, trato de levantarme, pero mi estómago da un vuelco. Mejor esperar.
Un martillo neumático golpea mi cabeza y me aturde, no me deja pensar con claridad ni recuperar en los cajones de mi memoria los recuerdos de la noche de ayer, conocer la realidad de mis actos. Sudo tiritando en una cruel e inapelable ironía mientras escucho la lejana carcajada de mi cuerpo burlándose de mí, sintiéndome víctima de algún que otro grado de más. Mente frágil que necesita auxilio.
Me yergo con esfuerzo y camino vacilante, sólo busco llegar al váter y soltar todo el veneno. Rápido, aunque las sacudidas sean violentas y me aguarde un amargo sabor. Despierto con la náusea.
Dedico un par de plegarias al paracetamol, digiriéndolas con el agua fresca que guardo en la nevera. Sálvame de este sufrimiento, pues sólo en ti confío.
Las turbulencias desaparecen y vuelvo a ver nítido, mi razón fluye de nuevo recuperándose del fuego que la atormentaba, pero un inquietante pensamiento me ataca: “¿Y si mi alma nació atormentada y sólo estoy disfrazando la realidad con una nueva y amigable careta?”. Lloro.