Aún hoy
recuerdo nítidamente aquellas tardes de agosto del 94 en las que
bajar a la playa no era más que una excusa para estar con ella.
Día
tras día nos encontrábamos para bañarnos juntos en las frías
aguas de Viveiro, poder rozar nuestra piel, sabiendo que no sería
más que los prolegómenos desencadenantes de la pasión, y huir en
mi pequeño Renault Clio por alguna discreta pista que nos llevase al
placer.
La
desnudaba rápido pero con dulzura, pues la tensión ya no me
permitía más calma, y recorría cada esquivo rincón de su sensual
cuerpo. Ella, con mucho más sosiego que yo, desabrochaba mis botones
y me despojaba de la ropa, preparándose para ser penetrada.
Y aún
hoy escucho sus gemidos.